Mis últimos años se habían inundado de historias de ancianas como yo que perdían objetos de valor y no los encontraban.
No los encontraban porque no existían o dejaron de existir en algún momento.
Si corro la suerte de que alguien me reconozca, he de refrescaros la memoria: mi pelo rojo arde como las llamas más frías, mis ojos se empantanan con las algas del agua estancada y soy la mujer más famosa de Escocia, mi cara aparece en todos los marcos que compráis en las tiendas, en una de esas fotos impresa a mala calidad.
Escribo esta carta para los más adeptos y los más cotillas; aunque alguien debería recibirla antes que todos ellos. Me dirijo a una pluralidad con la esperanza de que le hagáis llegar mi mensaje.
Desde una hamaca y rodando los noventa años, he asumido que mi trayectoria alcanza su gran final, que no quisiera estropear con una sosa despedida porque… al igual que el resto de ancianas, yo también perdí algo muy importante; a decir verdad, perdí dos pilares de mi vida.
Idina, no quiero que alcances mi edad y sucumbas, presa de locura, por no conocer la historia al completo. Verás, yo le regalé a tu madre aquel medallón con forma de ciruela, aquel que se abre y se cierra y donde llevó siempre una foto de tu hermano. Se lo regalé la tarde siguiente a que me presentara a tu madre; había montado un pollo tremendo porque tu madre se presentó en mi casa con un pendiente en el ombligo y confesó que creía en las hadas del fuego. No le serví café y le coloqué en el platito la magdalena con peor aspecto, tu padre se enfadó conmigo (evidentemente) y salimos de la casa gritando hasta la ciénaga de nenúfares que conoces bien, la de la parte trasera. Al día siguiente le pedí perdón, de nuevo en la ciénaga, le regalé el colgante de ciruela y le propuse imprimir una foto de tu madre para que la llevara siempre cerca del corazón.
Arrojó el colgante a la charca y dejó que se hundiera hasta ser sepultado por el barro. Sólo se le ocurrió rescatarlo cuando nació tu hermano y me terminó de perdonar; acuérdate: ni siquiera me puso cubierto en la boda, qué risas nos echamos.
Nunca le he culpado por devolvérmela de aquella manera. El medallón, la ciruela perdida, soportó consigo cientos de insultos y vejaciones que tragó la tarde del café ante las algas del agua estancada. Yo también, contemplándome desde fuera, he de admitir mi propia estupidez.
Idina, sé que hemos perdido el contacto pero no busques jamás el colgante ni tu foto en él porque al primero lo devoró el lodo y la segunda, ardió con el mismo cuento de las libélulas y el rey que tu padre te relató una noche.
Cuando tu padre se marchó en una nube de ira, conocí a los sapos de piel venenosa que dormitan bajo los huecos de las paredes del diminuto lago formado en nuestra parcela de jardín sin verjas (ventajas de vivir en medio de la montaña, supongo).
Te escribo desde mi silla a modo de despedida; no te escribo rogando tu perdón sino con la esperanza de que te llegue esta historia y no enloquezcas nunca, embarcándote en la búsqueda de un imposible. Por último, quería pedirte que entraras en mi casa, en mi nombre (debes ponerlo en un papelito y arrojarlo por el hueco de las cartas de la puerta de la cocina antes de nada) y desvalijes el baúl de mi habitación. En él encontrarás breves relatos sobre edificios apoyando sus pilares en mí, bosques sucumbiendo bajo atroces fuegos incapaces de quedar satisfechos, sobre zanjas expropiadas y vaciadas de todo aquello que las había rellenado y, aunque su destino sea hacer la vez de troncos de leña, los leas.
He de dejarte, siento al fin el hueco en mi barriga del brazo de tu abuelo, de su mano, en la espalda siento el de su pecho apretado contra el mío y en el hombro, su barbilla apoyada dulcemente. Escucho ya el croar de los sapos de piel venenosa que me visitan por última vez, esta noche me permitirán acariciarles el lomo, me lo han prometido.