– ¿Nunca os han contado la historia de la Reina Sapo? -mi nieto y yo miramos a mi hija Martina atentamente. Era el primer día en el que podíamos vernos después de que el mundo se hubiera detenido. Antón sentía curiosidad porque los niños sienten curiosidad por muchas cosas. Yo, tras varias semanas solo, ansiaba escuchar leyendas porque yo ya no las contaba.– Había una vez una Reina, en un diminuto reino, amada por la justicia con la que gobernaba y, aunque se rumoreaba que poseía poderes mágicos, nadie la temía. Se enamoró de un joven noble, vivieron su historia tras los muros del castillo y se casaron… Pero la familia de él, hambrienta de poder, reclamó el trono cuando marido y mujer salían de la iglesia. Ella se negó, dispuesta a defender su corona, y la familia del joven comenzó una gran pelea que duró días.
»Al quinto día, segundos antes de ser atravesada por la lanza que le dio muerte, la Reina amenazó a sus rivales: “Si acabáis conmigo, lloverán sapos y el reino quedará vacío, gobernaréis sobre la nada”. El pueblo dolido por la pérdida organizó, a modo de último adiós, un desfile hasta una alta colina, donde la enterraron. En el camino de vuelta, comenzó la lluvia de sapos. Vaciaron las casas a toda prisa y deshabitaron el reino aquella misma tarde. Cuenta la leyenda que el camino que conduce a su tumba se inundó de flores y un caudaloso río se abrió paso muy cerca y nació una tupida vegetación de ribera.
-¡Hala! ¿Y ese sitio existe de verdad? -preguntó Antón boquiabierto.
-Existen la senda y la colina; las casas de los súbditos han quedado enterradas y aún se buscan.
-¿Y está cerca de aquí? -mi hija asintió- El reino era tan pequeño que encima han construido una ciudad.
Imaginé lo que podría sentir descubriendo el recorrido hacia la tumba de la Reina Sapo, con todas las flores a mis pies y las plantas verdes propias de las márgenes de los arroyos.
Y mi mente volvió a Mercedes: no hace mucho tiempo que falta en casa, por una complicación con sus pulmones, pero a mí me ha dejado un gran vacío. Aún sueño que bajo al cuarto de estar y la veo sentada en el sofá, con unas enormes gafas, leyendo libros sobre brujas o bordando camelias de color claro en los manteles blancos para poner en la cena de Navidad o de algún cumpleaños, cuando la casa rebosa de gente.
Los años de jubilación los pasamos contando más anécdotas que antes; los dos habíamos desarrollado nuestro talento de narradores en los años de noviazgo y de casados, pero los últimos años fueron nuestra edad de oro como cuentacuentos. Nos entreteníamos y el ansia de encontrar nuevas historias avivaba el fuego de la curiosidad que prendía en nosotros. Nunca dejamos que se extinguiera la llama.
La fotografía pasó a un segundo plano para mí; mi gran pasión y mi trabajo había cobrado otra importancia pasados los sesenta y cinco.
Pensé en mi mujer y en el mismo relato que había escuchado cien y más veces pero, decía, era su favorito:
-¿Quieres que te cuente yo una historia que le encantaba a la abuela? -desvío la atención de Antón de su madre a mí. Mi nieto gira la cabeza, clava sus ojos en los míos y asiente efusivo-. Vivimos en un universo tan grande que alberga tantos planetas… Y entre ellos, entre los más especiales, hay dos planetas peculiares que destacan sobre los demás porque en ellos llueven diamantes.
»Llueven tantas “joyas” al año que pesan más que la Tierra. Eso sucede porque los planetas tienen una atmósfera diferente a la nuestra que provoca que su lluvia se transforme en diamantes. El centro de estos planetas es tan pesado que atrae y absorbe todo lo que cae en la superficie y los convierte en un mar líquido.
No es una historia nueva para Antón pero le apasiona pensar que todo esto sucede en realidad y oír, para él, supone imaginar: todo lo que imagina, lo ve.
Su madre, Martina, ha heredado de nosotros su habilidad como narradora y he de admitir que siempre se le ha dado muy bien.
-Ojalá yo pudiera visitar esos planetas -reflexiona mi nieto, con la mirada seria clavada en el mantel- y convertirme en el primero en conseguir esos diamantes tan especiales… Y encontrar el antiguo reino de la Reina Sapo…
No supe qué comentar, compartíamos el deseo de convertirnos en exploradores importantes, sin cuentos de niños, sin fantasías, descubriendo la realidad de leyendas fascinantes.
Le ofrecí una porción de hojaldre para merendar y tuvieron que irse, Antón aún debía acabar sus deberes.
La mañana siguiente me desperté dando vueltas a la historia de la Reina y en el anhelo de Antón de descubrir el pueblo; llamé a Martina y le pregunté si podíamos irnos de excursión él y yo juntos.
Habían permitido los viajes cercanos y no había colegio porque era fin de semana así que, tras una hora de viaje en coche, llegamos al supuesto lugar y esperamos dentro del vehículo porque llovía. Había cogido mi cámara de fotos de carrete y no quería que le entrara humedad.
A pocos minutos del parking, encontramos un letrero delante de unas piedras que rezaba “Restos de muralla del Siglo XIV”. Antón y yo pensamos lo mismo: “Nos acercamos”.
Guié a mi nieto por lo que, según internet, era la senda a la tumba de la Reina Sapo (que recibe el nombre de “Temeroso del Otero” y no parece tener nada que ver con la historia de mi hija; pero nos hace fantasear igualmente, pensando que sólo nosotros conocemos la verdad sobre ese lugar encantado).
La emoción creció cuando comprobamos que, efectivamente, los laterales de la travesía se cubrían de flores y densa vegetación de ribera.
Las botas se nos llenaron de barro pero eso no nos detuvo. Avanzamos con paso firme y fascinados por la naturaleza que nos envuelve.
Encontré un llamativo árbol cuyo cuerpo se giraba sobre sí mismo formando alguna letra extraña, coloqué la cámara para hacerle una foto y, mientras medía la luz, una nube pequeña dejó entrever el sol y otra muy cercana lloró sobre sobre nosotros. Levanté la vista hacia el cielo, oculto por las ramas y las hojas verdes.
El espectáculo resultó fascinante: los rayos de luz atravesaban las gotas, una a una, rebotando en sus paredes, haciéndolas brillar como nunca antes lo había visto.
Contemplamos la escena, congelados ante tal maravilla… apenas duró unos segundos. Cuando cedió, nos vimos obligados a retomar nuestro camino.
Al llegar a la colina y subir por ella, nos topamos con un grueso palo de madera clavado de manera horizontal, rodeado de hierba y… nada más. No hablamos mucho, giramos sobre nuestros talones y decidimos volver al coche. Coloqué una mano sobre el hombro de mi nieto, porque entendía su decepción y quería que se sientiera acompañado. No supe si tomó consciencia de aquello que acabábamos de presenciar y confié en que eso supusiera un alivio por no haber encontrado la tumba de la leyenda.
Imprimí la foto de aquel momento unos días después, la foto de aquel bosque y del árbol retorcido, con aquella lluvia y aquella luz, la enmarqué y escribí por detrás una carta secreta, sabiendo que ella siempre creerá en todas nuestras leyendas:
Querida Mercedes:
Estuviera allí la tumba de la Reina Sapo o no, tu nieto y yo vimos llover diamantes.
Espero verte pronto.